La Edad Moderna supuso un período de notable importancia para el proceso de
conformación urbanística de la mayor parte de las ciudades europeas. Sobre los centros
históricos consolidados, salvo excepciones, en base a procesos ajenos a planificaciones
calculadas, se activaron proyectos de expansión para definir los nuevos ejes viarios,
especialmente destacados según los intereses, que se convirtieron en las principales
directrices de las ampliaciones futuras. Las urbes comenzaron a ofrecer, a partir de la
activación de estos programas, una imagen claramente diferente a la presentada hasta
entonces, como consecuencia de las rectificaciones, alineaciones, homogeneización de
fachadas, en definitiva como materialización de los planes de “ornato y policia” tal
como entonces se entendía, para lograr una fisonomía arquitectónica y urbanística más
acorde a los conceptos de racionalidad y regularidad sobre los que se fundamentó la
nueva idea de realidad urbana, orientada tanto a mejorar las condiciones de
habitabilidad de las ciudades como de privilegiar y ensalzar aquellos enclaves, calles y
realidades arquitectónicas, ligados a los poderes políticos y religiosos sobre los que se
cimentó la Edad Moderna.
Desde la elección de los artistas más significativos de cada momento, arquitectos,
pintores y escultores que participaron directamente (y con un comportamiento de mayor
libertad que el que la mayor parte de ellos manifestaron al concebir obras de carácter
permanente) , en la elaboración de las fábricas efímeras, parnasos, fuentes y arcos de
triunfo entre las más habituales, que durante escasos días contribuían a magnificar unas
ciudades carentes en muchos casos de arquitecturas monumentales e hitos visualmente
significativos, hasta la elaboración de los complejísimos programas de exaltación de las
virtudes y excelencias de los agasajados, todo respondía a un completo programa de
planificación arquitectónica y urbanística que dio lugar al nacimiento de la ciudades modernas.
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